Estaba leyendo que a los japoneses cada día les interesa menos el sexo. Es más, deja tú el sexo, están desinteresados en todo lo que huela a relación sentimental.
Claro, se ve que el amor les vale gorro porque a ellos lo que les gusta es inventar cosas. Y yo, sinceramente, les aplaudo porque si se la pasaran en la cama -dándole a la pasión- no tendríamos cosas tan increíbles como los robots, el tren bala, inodoros modernísimos o las sopas de fideos instantáneas. Sí. ¡son unos genios!
Tú les preguntas: ¿quieres tener sexo?, y ellos te contestan: “no gracias, mejor voy a mis clases de ‘origami’, que hoy nos enseñan a hacer el cisne”. O directamente, se dan la media vuelta y sacan un libro. Dicen que leen en promedio 42 libros al año, o sea, han despreciado 42 maravillosas sesiones de amor salvaje.
Pero no crean que el ‘celibato’ es solo un problema de Oriente, no que va. Aquí, tengo amigas que han decidido abrazar otro tipo de movimientos en lugar de tener encuentros sexuales: ellas sustituyen el sexo por yoga.
Por supuesto, lo de mis amigas es por mera necesidad (o sea, no tienen con quien practicarlo), pero también porque juran que si conectan mente y espíritu serán mejores personas.
Yo -por sumarme a las causas- voy a abrazar próximamente el Yoga. Pero sin abandonar el sexo, porque hace que el pelo te brille, fortalece tu sistema inmune y es una actividad preciosa. Además nunca he ido a Japón ni tengo amigos japoneses ni tengo que andar adoptando tendencias japonesas.
Lo más cerca que he estado de tierras niponas es un restaurante que me encanta. Cada vez que voy, siento que en otra reencarnación fui una geisha o algo. Tiene el típico menú japonés pero hay brochetas –el kushikatsu pues- de todo tipo de animalitos. Samurais disecados en vitrinas, fotos de luchadores de sumo, sables y gatitos de la suerte (de los que mueven la manita).
Volviendo a las clases de yoga, por favor no crean que soy una novata. No, he ido a 3 clases con 4 o 5 años de diferencia entre cada clase. Lo cual es un promedio raro, lo admito. La última clase la tomé en el Paseo de la Reforma, entre 200 personas más porque era una de esas sesiones multitudinarias que había organizado Marcelo Ebrard (sí, ya sé, qué risa).
Afortunadamente él no participó, porque a mí me entran las carcajadas y ya no me recompongo. La maestra, vestida de blanco y con un turbante enorme, nos enseñó muchas cosas pero yo no me pude concentrar bien.
Entre el look de Kalimán de la mujer y tanta gente “llena de luz” a mi alrededor, terminé estresada. Ya sé que no soy normal, pero me pongo muy nerviosa cuando alguien me dice: “mucha luz”. No sé, se me hace una frase súper macabra y siempre desconfío de las personas tan buenas. Me sentí como Madonna en los premios Grammy, ¿la vieron bailando entre todos los diablos?, así estaba yo en el festival de Yoga del Gobierno del Distrito Federal.
Por cierto, queridos lectores de moi, tengo una inquietud: ¿no sienten que tienen mejor trasero que Madonna? ¿O soy la única con autoestima al cien desde el domingo? Pon tú que en firmeza no le gane, pero en volumen, color y lozanía sí.
Bueno, pero retomando nuestro tema, eso de alternar sexo y yoga, lo veo como un aprendizaje. Puedo practicar posturas extrañas y al mismo tiempo aprovecho para afianzar y/o elevar mi nivel de paz espiritual.
¡Todo sea por el equilibrio emocional! aunque lo que más me motiva es que muero por ver la cara de mi novio cuando le haga la “adho mukha svanasana”, que significa, básicamente, ‘perro mirando hacia abajo’. O la tortuga, o la de rodillas en las orejas. Me lo imagino y me entra la risita tonta: “¿Que te haga qué? ¿Que te ponga cómo?” Sí, soy de alegrías muy básicas.