Estos son los 4 duelos de los que no hablamos y que nos duelen tanto como los que son «más comunes» o de los que todo el mundo espera que hablemos.
Siempre pensamos en los típicos duelos: muerte de un familiar, mascota, la ruptura amorosa, pero hay otros duelos de los que no hablamos, esos que parecen insignificantes pero en realidad pueden doler mucho. Por eso y para que no sientan que están solas, les vamos a dar unas recomendaciones para que estos duelos pasen con apoyo emocional.
4 duelos de los que no hablamos
Hay duelos que todos reconocemos: la muerte de alguien cercano, el final de una relación, el “ya no trabajas aquí, suerte en tus proyectos futuros”. Pero luego están esos otros que se esconden debajo de la alfombra porque nadie los valida, ni siquiera nosotros.
Los callamos porque “no son tan graves”, pero terminan rompiéndonos el alma de a poquito mientras fingimos que todo bien. Hoy queremos hablar de ellos; reconocerlos es el primer paso para dejar de sentirnos culpables por sentirlos.
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El duelo de la persona que aún vive, pero ya no ocupa el mismo lugar
Todos tenemos a esa persona que antes era el todo de nuestras vidas: el primer whatsapp que veíamos, siempre al principio y siempre presente, la llamada diaria, el plan de cada fin, el terapeuta no pagado, la almohada de lagrimas. Pero, luego pasa que de pronto solo llega el mensaje de feliz cumple una vez al año (y si acaso).
Puede ser una amiga que se fue de país, ese ex que no odiamos, pero ya no cabe en nuestro día a día, o incluso un hermano con quien simplemente dejamos de coincidir. Y sí, duele. No porque queramos recuperar lo perdido, sino porque aceptar que alguien puede seguir en este planeta sin seguir en nuestra historia es un tipo de despedida silenciosa.
Lo complicado es que no hay funeral, ni flores, ni pésames. Solo esa sensación rara cuando el algoritmo de Insta decide que queríamos ver la foto de esa persona en su nueva vida sin nosotros. Pero ojo: dejar ir no es fracaso, es reconocer que el tiempo también hace limpieza.
El duelo de la vida que imaginamos
Todos crecimos con un guion mental más o menos torcido: a los 30 ya tendríamos estabilidad (jajaja), a los 35 quizá hijos, a los 40 seguro una casa con jardín y perro. Pero la vida se encargó de recordarnos que los deadlines que nos ponemos a los 15, son un completo invento bastante delusional.
Despedirse de esa versión imaginada de nosotros mismos duele tanto como un breakup. Porque no se trata de “me fue mal”, sino de “no fui eso que pensé que sería”. Tal vez nunca nos volvimos artistas incomprendidos en París, ni ejecutivos millonarios, ni madres de tres con camioneta. Y toca abrazar el vacío de lo que no pasó. Peeero recordemos que a veces lo que sí tenemos es mucho más interesante que lo que planeamos, al menos es real y eso siempre vale más.
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El duelo de nuestras versiones pasadas
La juventud, la soltería, la libertad de salir un martes sin pedir permiso (ni pagar niñera). Crecer implica ir dejando pedacitos de piel como serpiente que cambia de ciclo. Y por más que nos repitan que “la edad es solo un número”, todos sabemos que hay cosas que no vuelven. Ese cuerpo que aguantaba tres desvelos seguidos. Esa etapa de “me mudo a donde sea” porque todo cabía en dos maletas. Esa versión de nosotros que aún no sabía lo que era pagar impuestos.
Despedirse de uno mismo es tal vez el duelo más raro: ¿cómo llorar por alguien que seguimos siendo, pero ya no tanto?
Los duelos invisibles
La muerte de una mascota, dejar un departamento donde fuimos felices, perder la salud como la conocíamos, o incluso que alguien tire ese suéter destartalado que jurábamos que todavía servía. Son pérdidas que nadie reconoce como tragedias y por lo mismo duelen doble: porque las vivimos en silencio, como si llorar por un gato fuera menos válido que llorar por un tío.
La verdad es que todo lo que se amó merece duelo. Los objetos, los lugares, los cuerpos que cambian. No hay un jurado que decida qué sí se llora y qué no. Y no, no somos dramáticos por sentir que nuestra planta muerta era básicamente un miembro de la familia. El dolor es proporcional al cariño, no a la opinión de los demás.
Entonces, ¿qué hacemos con estos duelos de los que no hablamos?
No vamos a dar fórmulas mágicas (ojalá existieran), pero sí una sugerencia: dejemos de medir el dolor con reglas ajenas. Cada pérdida tiene su tamaño. Llorar porque ya no somos quienes éramos, porque alguien se volvió extraño, porque nunca tuvimos la vida que imaginamos o porque perdimos un lugar seguro, no nos hace débiles, nos hace humanos.
El duelo no siempre necesita flores ni rezos, a veces solo un espacio para sentirlo y aceptarlo. Lo invisible, lo no dicho, lo que parece chiquito, también pesa. Y mientras más pronto lo reconozcamos, menos carga silenciosa arrastramos.
Quizá nunca logremos que estos duelos sean entendidos por todos, pero al menos podemos nombrarlos, reírnos un poco de ellos y aceptar que, como todo lo que se calla demasiado, cuando por fin se dice, libera. Porque sí, hay duelos que no se lloran vestidos de negro. Se lloran en pijama, un martes cualquiera mientras vemos la serie que juramos que no íbamos a repetir. Y está bien.
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